Ésta no es una historia de amor, no es una historia de la verdad, ni es una historia del tiempo. Éste solo es un fragmento de lo humano, es decir, la imperfección de todo. O el perfecto retazo de uno mismo:
El triste ve un jardín de rosas y sufre.
No se las imagina morir, no las ve negras, ni las condena irremediablemente por su encanto. En cierta forma le asquean, no ya como sobras de una envidia, como retazos de odio. Le asquean como lo ajeno que se presenta sin molestias, como aquello que vive sin importarle.
Y cómo asquea aquello que no nos conmueve!.
El triste ve un jardin de rosas y sufre, no por el jardín de rosas, sino por él, que ya es incapaz de percibir algún tipo de esplendores, y encuentra cobijo sólo en aquellas cosas que lo contienen, que lo identifican, en su inerte encuentro. Su pesar no se alivia con un páramo de sueños, sino con un sinfín de repeticiones.
Si algún día han estado tristes sabrán de lo que hablo: siendo tristeza la enfermedad y su remedio, la dosis que autoenferma, necesaria para la plenitud de ese sentimiento perdido y encontrado. Esa visión menesterosa que encuentra encanto en su misma aberración. Los tristes me entienden, no es tarea fácil dejar la tristeza.
Los aires de la risa vagan como flujos que destrozan soledades. Pues no hay soledad con uno mismo, si uno mismo escapa al encierro de de los ecos que repiten el vacío.
Para el triste no hay risa, al menos aquella que logre descolocar ese sinsentido, amo creador de las potencias de la nada.
Para el triste solo queda el silencio. Y quiere estar solo. Solo de veras. Ya está cansado de escuchar las penas de si mismo.
Se asquea del otro. Se asquea de sí. Y se deja estar ya sin pensar ni hacer. Como en un reposo manso que llama al movimiento y no lo acepta.
El triste ya no espera nada ni se espera. Se convierte en una pausa amorfa que no tiene fe en un comienzo, y no da fin por desgana. Soporífero congestionamiento.
Con el tiempo las cosas cambian, y este sentir puede superarse, aunque sea inevitable que el futuro lo devuelva alguna que otra vez a su sitio. Pero a no confundirse!:
No es el triste quien se aburre de la tristeza, es la tristeza quien se aburre del triste. Y así, sin aviso, se va en busca de mejor consuelo.
Él ve un jardín de rosas, y ahora sí puede arrancarlas.
El triste ve un jardín de rosas y sufre.
No se las imagina morir, no las ve negras, ni las condena irremediablemente por su encanto. En cierta forma le asquean, no ya como sobras de una envidia, como retazos de odio. Le asquean como lo ajeno que se presenta sin molestias, como aquello que vive sin importarle.
Y cómo asquea aquello que no nos conmueve!.
El triste ve un jardin de rosas y sufre, no por el jardín de rosas, sino por él, que ya es incapaz de percibir algún tipo de esplendores, y encuentra cobijo sólo en aquellas cosas que lo contienen, que lo identifican, en su inerte encuentro. Su pesar no se alivia con un páramo de sueños, sino con un sinfín de repeticiones.
Si algún día han estado tristes sabrán de lo que hablo: siendo tristeza la enfermedad y su remedio, la dosis que autoenferma, necesaria para la plenitud de ese sentimiento perdido y encontrado. Esa visión menesterosa que encuentra encanto en su misma aberración. Los tristes me entienden, no es tarea fácil dejar la tristeza.
Los aires de la risa vagan como flujos que destrozan soledades. Pues no hay soledad con uno mismo, si uno mismo escapa al encierro de de los ecos que repiten el vacío.
Para el triste no hay risa, al menos aquella que logre descolocar ese sinsentido, amo creador de las potencias de la nada.
Para el triste solo queda el silencio. Y quiere estar solo. Solo de veras. Ya está cansado de escuchar las penas de si mismo.
Se asquea del otro. Se asquea de sí. Y se deja estar ya sin pensar ni hacer. Como en un reposo manso que llama al movimiento y no lo acepta.
El triste ya no espera nada ni se espera. Se convierte en una pausa amorfa que no tiene fe en un comienzo, y no da fin por desgana. Soporífero congestionamiento.
Con el tiempo las cosas cambian, y este sentir puede superarse, aunque sea inevitable que el futuro lo devuelva alguna que otra vez a su sitio. Pero a no confundirse!:
No es el triste quien se aburre de la tristeza, es la tristeza quien se aburre del triste. Y así, sin aviso, se va en busca de mejor consuelo.
Él ve un jardín de rosas, y ahora sí puede arrancarlas.
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