En el no tiempo está sentado un niño, que por falta de experiencias sabe más que todos. Con la intención pura y la franqueza del que intuye sin placebos, fue sentado en una silla con bolsas marrones para que se distraiga. El juego no requería mucho, ir llenando los sacos con formatos compatibles.
Al principio le resultó fácil, los feos con los feos, los cuerdos con los cuerdos, los sabios con los sabios… cuando acabó con todo se juzgó feliz y satisfecho, hasta que sintió la primera guerra. Que sorpresa fue escuchar el grito de los prudentes revolcándose, incluso los mansos parecían aporrearse dentro de su bolsa, los cultos comenzaron con formal parloteo y acabaron a rasguños y palabras malditas.
Aturdido por la falta de eficiencia, pensó haberse equivocado, que tal vez tomó por loco a un melancólico, por idiota a un imprudente, por imprudente a un honesto, por honesto al cruel, por el cruel a un loco… por otro loco a un soberbio, por un soberbio al inseguro, por inseguro a un genio, por el genio a un farsante, por farsante al crédulo, por crédulo al feliz, por feliz a un tonto.
Buscó el error en sus actos, y ya nada era tan claro. Confundido, y temiendo castigo por su fracasada tarea, rápidamente desató todos los morrales, y probó infinitas combinaciones, siempre con el mismo resultado. Cada nuevo catálogo resultaba una travesía de polémicas; como todo perro es hermoso, cualquier hombre es bueno, pensaba, y hasta el asesino tenía un fiel que le gritaba te quiero, el mayor de los correctos guardaba un enemigo, y dos solos juntos se daban de la mano
Incluso en el no tiempo podía percibirse que fue largo el rato en ese rompecabezas. Ya gastadas estaban las manos del niño de tanto atar y desatar los sacos, el juego ya no era entretenido, y el andar de sus acciones había agotado cualquier huella de razón, para seguir una movilidad mecánica, pero sin patrones.
Al principio le resultó fácil, los feos con los feos, los cuerdos con los cuerdos, los sabios con los sabios… cuando acabó con todo se juzgó feliz y satisfecho, hasta que sintió la primera guerra. Que sorpresa fue escuchar el grito de los prudentes revolcándose, incluso los mansos parecían aporrearse dentro de su bolsa, los cultos comenzaron con formal parloteo y acabaron a rasguños y palabras malditas.
Aturdido por la falta de eficiencia, pensó haberse equivocado, que tal vez tomó por loco a un melancólico, por idiota a un imprudente, por imprudente a un honesto, por honesto al cruel, por el cruel a un loco… por otro loco a un soberbio, por un soberbio al inseguro, por inseguro a un genio, por el genio a un farsante, por farsante al crédulo, por crédulo al feliz, por feliz a un tonto.
Buscó el error en sus actos, y ya nada era tan claro. Confundido, y temiendo castigo por su fracasada tarea, rápidamente desató todos los morrales, y probó infinitas combinaciones, siempre con el mismo resultado. Cada nuevo catálogo resultaba una travesía de polémicas; como todo perro es hermoso, cualquier hombre es bueno, pensaba, y hasta el asesino tenía un fiel que le gritaba te quiero, el mayor de los correctos guardaba un enemigo, y dos solos juntos se daban de la mano
Incluso en el no tiempo podía percibirse que fue largo el rato en ese rompecabezas. Ya gastadas estaban las manos del niño de tanto atar y desatar los sacos, el juego ya no era entretenido, y el andar de sus acciones había agotado cualquier huella de razón, para seguir una movilidad mecánica, pero sin patrones.
Probando, probando diversas combinaciones a ese punto azarosas.
Entonces sucedió, con la fuerza de lo inesperado, ganó el silencio. Lo había conseguido, millares de bolsas en armonía, como pactos internos que desplegaban un conjunto de aire sin densidad. Intentó recordar la fórmula, distinguir los componentes de cada morral, descubrir la exacta medida de aquellos surtidos congruentes. No pudo.
Entonces sucedió, con la fuerza de lo inesperado, ganó el silencio. Lo había conseguido, millares de bolsas en armonía, como pactos internos que desplegaban un conjunto de aire sin densidad. Intentó recordar la fórmula, distinguir los componentes de cada morral, descubrir la exacta medida de aquellos surtidos congruentes. No pudo.
Decidió entonces aceptar la suerte de los hombres.
A fin de cuentas, rodeándolo, solo había sacos marrones. Y desde allí, eran todos iguales.
A fin de cuentas, rodeándolo, solo había sacos marrones. Y desde allí, eran todos iguales.