Escuchó detrás de la puerta, las voces, hablaban de él. O eso creyó.
La madera, gruesa, vieja, carcomida, no le prestaba oídos.
Desde lejos el susurro, tan puesto, tan fiel a sus manos, casi palpable. Desde cerca la incoherencia, el casi entumecido, debatiéndose en la búsqueda de algún significado, de una frase certera, de un nombre: el suyo, y del mar detrás del nombre.
¿Qué dirían?
Una isla -allí detrás de la puerta-.
Sudaba seco, amable, creía haber escuchado amable. Creía.
¡Ahhh, la tempestuosa duda!.
No dudaba de sí mismo, pero si de los otros. Del mensaje que quedaría clavado en la nuca; los adjetivos, todos, que le echarían al hombro no eran pesados pero ensuciaban.
-allí va el amable- dirían.
No había opción, abrir la puerta y oír. Pero no, se develaría, ya no habría respeto. Existen códigos para estas cosas, hay quien habla y quien escucha, y toda voz demanda silencio. Su presencia sería la palabra, los demás callarían.
-allí va el entrometido- dirían.
¿Pero cómo soportar la incertidumbre, el titubeo de un enunciado que le pertenecía?
Hablaban de él, lo intuía, y todas las palabras eran suyas, las de su boca y las de los otros. Existen códigos, y era dueño de cada uno. En la loma en la que se juega al ahorcado, el ahorcado es el rey, dueño y señor de cada partícula.
-allí va el arrogante- dirían.
Todas esas voces en el agua que no mojan.
Es el precio de la isla detrás de la puerta.
Desesperado, quieto, sediento, ¿Qué dirían?.
No pudo con el murmullo invisible, empujó la portezuela hacia arriba, abrió la tapa y escuchó los gritos.
Esa vez la curiosidad reanimó al muerto.
Y la isla volvió a ahogarse en el mar… como un pez de colores.
La madera, gruesa, vieja, carcomida, no le prestaba oídos.
Desde lejos el susurro, tan puesto, tan fiel a sus manos, casi palpable. Desde cerca la incoherencia, el casi entumecido, debatiéndose en la búsqueda de algún significado, de una frase certera, de un nombre: el suyo, y del mar detrás del nombre.
¿Qué dirían?
Una isla -allí detrás de la puerta-.
Sudaba seco, amable, creía haber escuchado amable. Creía.
¡Ahhh, la tempestuosa duda!.
No dudaba de sí mismo, pero si de los otros. Del mensaje que quedaría clavado en la nuca; los adjetivos, todos, que le echarían al hombro no eran pesados pero ensuciaban.
-allí va el amable- dirían.
No había opción, abrir la puerta y oír. Pero no, se develaría, ya no habría respeto. Existen códigos para estas cosas, hay quien habla y quien escucha, y toda voz demanda silencio. Su presencia sería la palabra, los demás callarían.
-allí va el entrometido- dirían.
¿Pero cómo soportar la incertidumbre, el titubeo de un enunciado que le pertenecía?
Hablaban de él, lo intuía, y todas las palabras eran suyas, las de su boca y las de los otros. Existen códigos, y era dueño de cada uno. En la loma en la que se juega al ahorcado, el ahorcado es el rey, dueño y señor de cada partícula.
-allí va el arrogante- dirían.
Todas esas voces en el agua que no mojan.
Es el precio de la isla detrás de la puerta.
Desesperado, quieto, sediento, ¿Qué dirían?.
No pudo con el murmullo invisible, empujó la portezuela hacia arriba, abrió la tapa y escuchó los gritos.
Esa vez la curiosidad reanimó al muerto.
Y la isla volvió a ahogarse en el mar… como un pez de colores.